Autores: Alberto Minakata Arceo, Mauricio Pineda Velarde.
Las personas migrantes en su trayecto, son las más vulneradas entre los vulnerables, invisibles a la sociedad, inexistentes para el Estado; se encuentran en una tierra extraña, sin papeles, desprotegidos: sin derechos, sin hogar y sin familia. Otras personas tenemos la fortuna de contar con raíces, con una familia cerca, con cierta estabilidad… Lo cual nos brinda seguridad, cariño, un nombre y respeto. Aunque, seguramente en cierto momento, alguno de nosotros mismos o de nuestros familiares ha sido migrante. Así que hoy nos adentraremos un poco en el mundo de la migración.
El rostro de una persona desaliñada, demacrada, con los ojos hundidos y una escuálida mochila colgada de un hombro, se acerca al parabrisas de mi auto, se lleva una mano sucia a la boca, pidiéndome algo para saciar su hambre. Estas presencias son muy visibles, se nos aparecen continuamente en los cruceros y camellones de la ciudad, y son más frecuentes en el corredor de la vía del tren que atraviesa la ciudad.
¿Invisibles? Presencias que laceran la conciencia, que nos interpelan y que buscan humanidad y compasión en quienes habitamos esta ciudad. El primer impulso frente a su presencia cerca de nuestro parabrisa es, como me lo dijo una persona conocida: “yo trato de que no se me acerque mucho, bajo la ventanilla y le doy una moneda de las que guardo en el coche”, infiero de las que le quedaron de algún vuelto. Que no se me acerque, que se esfume, que se vaya pronto. El rostro desaparece y el migrante se vuelve invisible en el bullicio del tráfico de la ciudad. Es una experiencia que muchos hemos tenido, pero no todos nos damos la oportunidad de reflexionar acerca del tema.
Trabajando como voluntario del albergue de FM4, escuché por primera vez esta expresión: “los migrantes son invisibles a la sociedad”. Dignidad y Justicia en el Camino A.C., mejor conocida en el Occidente de México como FM4 Paso Libre, ha sido un lugar de acogida y apoyo a personas migrantes en su paso por Guadalajara; albergue donde he tenido la oportunidad de tocar esta realidad. “Así es el trayecto de un migrante centroamericano, o del sur de México, decenas, cientos y aún mil o dos mil kilómetros de invisibilidad”. Se mueven, como me dijo uno de ellos en el albergue, no por gusto, “¿usted cree que dejaría a mi esposa y a mis hijos por puro gusto? No estoy loco, tengo miedo a la pandilla de mi barrio, ya mataron a un primo. Salimos por necesidad, miedo, también por esperanza e ilusión de otra vida, para no tener que pasar hambre y dinero para comprar los zapatos de la escuela a mis hijos…”, la voz se le entrecortaba mientras me hablaba.
Los impulsos del que se mueve de un lugar a otro, de un país a otro. Invisibles, porque se esconden para no ser deportados, o porque huyen de los delincuentes que los atracan en el camino, o porque el hecho de trasgredir fronteras sin documentos, convierte su falta administrativa en un delito ante los ojos de una sociedad que criminaliza, y ante una autoridad que los deja desprotegidos contraviniendo las leyes y convenios internacionales que su gobierno, solemnemente, ha firmado.
Abro la ventana del portón de acceso al albergue de FM4 y se me aparecen, no uno, ni dos, sino seis de esos rostros migrantes, entre ellos el de un niño. Les doy acceso a la recepción, en donde tenemos el primer encuentro con un diálogo de reconocimiento, ¿desde dónde vienen? ¿Cuántos días tienen caminando? ¿A dónde van? ¿Traen alguna identificación? Inicia un interrogatorio que seguramente les parece interminable, cuando lo que tienen es sed y hambre, y la necesidad inmediata de descansar en un lugar seguro. Lo hago con la finalidad de saber qué tipo de ayuda necesitan y qué podemos brindarles. Terminadas mis preguntas, los recibo y pasan al albergue. Así se inicia el proceso de reconocernos unos con otros como personas, en una convivencia a veces silenciosa, a veces en un diálogo en que nos medimos para ver si somos “de fiar”, a veces ya en comunicación abierta de personas que se atreven a abrir una pequeña ventana para mostrar uno al otro parte de su vida.
En encuentros como este, nos vamos reconociendo como los migrantes que somos, reconocemos nuestras raíces. En mi caso, nieto de Yusaburo Minakata quien un 7 de noviembre de 1897 se despidió de Siroemon Minakata y de Yoshie, mis bisabuelos, ambos campesinos de Mikazura, del estado de Wakayama de Japón, guiado por su sueño de mejorar su vida en otro continente a miles de kilómetros de su pueblo natal. Todos tenemos historias de migración en nuestras familias, algunas afortunadas, otras dolorosas.
De un modo u otro, “todos somos migrantes” y estamos vinculados con la migración. Migrar debería ser algo natural, elegido libremente. Un derecho humano. Las personas migramos, buscamos mejores oportunidades. Sin embargo, ese algo natural, se convierte en un movimiento forzado principalmente por pobreza, desastres naturales y violencia. En el camino, miedo… Miedo para los que les “vemos pasar”, pero terror para quienes migran, quienes caminan. Su dignidad es vulnerada, sus raíces arrancadas. Hombres, mujeres, niños, niñas y adolescentes; solos, acompañados, en familia… Rostros que mezclan esperanza y dolor, que agradecen al tocar la puerta y recibir apoyo.
De los casi 8,000 millones de seres humanos que habitamos este planeta, hay casi 1,000 millones de personas que están migrando. Tres cuartas partes de ellos abandonan su país, la otra cuarta parte migra dentro del propio. En nuestra región, quien provoca el mayor flujo de migrantes hacia Estados Unidos, es México, no Centroamérica. Somos uno de los países con los mayores porcentajes de población nacional viviendo en otro país; “países expulsores”, se dice. México, por su parte, tiene en su territorio apenas un poco más del 1% de extranjeros, en su mayoría americanos. Un porcentaje muy bajo de extranjeros comparados con la mayoría de los países. Podemos ser un país donde las riquezas humanas de los que llegan, y los que ya estamos, beneficien a todos. Hay lugar para la hospitalidad.
En mi experiencia, no son los datos, sino los rostros, los que nos sensibilizan. Ello nos lleva a dar un paso más allá del temor; estamos ante otros seres humanos, en búsqueda de una mejor vida, que para muchos de ellos inicialmente significa sobrevivir con dignidad. Hoy, a través del rostro y del corazón de quienes confiaron y se atrevieron a compartirnos algo de su vida, de sus dolores, de sus añoranzas, y tristezas, de sus ilusiones y de sus sueños, han dejado de ser invisibles. Empecemos a entender y a sentir por qué y cómo las personas migrantes son las más vulneradas entre los vulnerables, invisibles a la sociedad, pero son también riqueza, dignidad y voz.
Organizaciones como Fm4 Paso Libre, nacen del sueño de brindar un espacio donde todos los que toquen a su puerta puedan volver a creer que sus sueños se pueden lograr, un lugar donde las puertas están abiertas para quien desee sumarse al proyecto de ayuda humanitaria para las personas migrantes. Estos espacios nos hacen “tocar” una realidad que duele, que no queremos ver, pero que existe. Quienes escribimos este texto agradecemos el que existan lugares donde podamos brindar apoyo al más vulnerable, que nos dan la oportunidad de solidarizarnos a los que hemos sido más afortunados.
No lo dudes, ¡anímate a tocar a su puerta! Para que, como nos han compartido otros voluntarios, “tu manera de ver a la persona migrante, y de ver tu propia vida, ya no sean las mismas”.
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